EL FACTOR CONSTANTE
(Autor: Héctor Carlos Reis)
Todo hacía presumir que nunca llegaría. A lo lejos la montaña se perfilaba como un colmillo en las fauces de un gigante tumbado. Corrió hacia el arroyo dando tropezones; sus piernas se magullaron y fluyó sangre al caer de bruces sobre la roca. La frescura del agua mitigó el dolor.
Así, tendido sobre el basalto, acunó pensamientos que creía olvidados. La huída le había consumido todo menos su laboriosa mente. Siempre pensaba, era su descanso.
Los años en la mísera prisión no lo habían dañado. Su cuerpo, elástico por las constantes mediciones que hicieron sus pies sobre el duro cemento, mantenía el vigor a pesar de sus casi sesenta años.
La potente luz solar lo hizo pestañear; las oscuras celdas de la dictadura menguaron la adaptación de sus ojos a la claridad pero ya se iba acostumbrando: los ojos eran un reflejo de su mente; la rapidez para sortear peligros lo mantenía vivo. Siempre había tenido claro cómo funcionaban las cosas y por eso su agudo escepticismo. Sólo había fallado una vez: así lo detuvieron los malditos gendarmes.
Luego de aquella noche oscura de bastonazos que hirieron la dignidad de tantos como él, nunca cesó la persecución. Su mente brillante de físico y de astrónomo abarcaba también la miseria de la condición humana y no sólo la vastedad del cosmos. Por eso, porque veía más allá de los límites y escuchaba por sobre los ecos del «big bang» de los totalitarismos, siempre estaba en la mira de los idiotas inútiles.
El reservado científico hundía su modestia en una banqueta de mimbre y sus ojos hurgaban (con la tecnología que a cuentagotas llegaba por los magros presupuestos), ya en microscopios ya en telescopios; la aceleración de partículas y, sobre todo, los movimientos azarosos del electrón eran su campo preferido. Había descubierto que existía un «factor constante»: se podía prever y conjeturar con altas probabilidades de acertar los movimientos de las partículas. De este modo quizás el azar no fuese tan inevitable. Guardó, como su tesoro más preciado, el hallazgo hasta comprobarlo con total rigor científico. Mientras tanto fue acomodando su vida y todos sus actos eran pensados en función de las probabilidades calculadas; esta metodología le sirvió para sobrevivir durante las dictaduras que sometieron al país.
Aplicaba un mimetismo singular pareciendo ratón, como los que usaban sus colegas biólogos, siendo en realidad, águila; depredador y no presa. Todas sus teorías las anotaba minuciosamente y en función de su «factor constante» descubrió las trampas de la cultura: los inventos del hombre para dominar y manejar al hombre. Así fueron cayendo creencias e ideologías.
Buscando el conocimiento encontró el factor constante de los hombres: agresividad, ritualismo, jerarquía, territorialidad, estupidez, hipocresía y codicia; la terrible codicia de poder sobre bienes y sobre personas…
Desde el duro basalto siguió evocando una niñez golpeada; había sido un rebelde, sus padres (¡su madre!) nunca lo habían acariciado; la falta de ternura hizo que una mueca de tristeza asomara en su rostro. Sintió un inmenso abatimiento. ¿Quizá por eso buscó siempre ser amado? La congoja surgió y apretó su garganta. La angustia le pareció letal. Oscuras sombras surgieron del pasado y un sollozo lo sofocó. Quizo rehacerse rescatando lo bueno de sus padres: quedó flotando la imagen del hombre con el traje azul y su sombrero gris y la sonrisa de la mujer engarzando coquetamente el brazo del esposo. Así los dos se fueron esfumando en el recuerdo…
Conoció el amor; el simple amor sensual de su primera esposa y el buen amor de su última mujer. Los años compartidos con ella lo ayudaron a comprender la diferencia. El enamoramiento es ilusorio, dependiente y corto; los deseos propios satisfechos a través del otro; la codicia sobre personas… El buen amor es conocimiento del otro, respeto, responsabilidad y cuidado. Amar es dar sin esperar nada a cambio. Su «factor constante», aplicado a los sentimientos, le ayudó a ver que el buen amor casi no existe.
Echado sobre la roca tembló súbitamente: ¿cómo podía ser que pasara tan rápido de la angustia asfixiante a la lucidez de su pensamiento analítico-crítico? Como en un torbellino surgían ideas sin ilación y sin coherencia. ¿Qué le estaba pasando?
Domesticado por su «factor constante», buscó explicaciones para ése cabo suelto. Las relaciones de todo tipo pulularon por su cerebro adiestrado; en segundos pasaron años de su vida…
Recordó el primer encuentro con su gran amor. Un ascensor, una mirada y la invitación, de ella, a ver el crepúsculo al anochecer desde un piso dieciocho. Charla amable tomando café; dos historias que tenían en común el abandono y la deslealtad. La amistad primero que tres meses transformaron en amor. El sexo comenzó de manera tierna y sutil. Ambos, leales, hacía tiempo que extrañaban el paroxismo de la pasión. Vivieron como nunca antes un amor libre, cuidando del otro; estaban juntos y separados al mismo tiempo: se respetaban.
Repuesto en su trabajo luego de meses de espera, dejó de opinar no por miedo sino por convicción. Ya había descubierto que el hombre inventó la cultura (para él todo lo realizado por el hombre era cultura) como medio para dominar; él quería ser libre y lo era en sus pensamientos. Comenzó a escribir; todo lo que iba descubriendo en el campo científico así como sus propuestas de cambio cultural lo volcaba a textos de curiosa forma.
Había advertido que las ciencias y su aplicación, la tecnología, eran causantes de la verdadera transformación cultural y no las ideologías; la vida cotidiana transmutaba rápidamente. El futuro inmediato sería muy diferente pero nuevos problemas reemplazarían al viejo mundo construído sobre la base de las creencias. Una ley biológica tremenda empezaba a ocasionar estragos: la supervivencia del más apto. La ciencia y la tecnología creaban la obsolescencia de aquellos que no se adaptaran. Lo angustiaba el sufrimiento de quienes quedaban desamparados: el planeta no era para ellos. Al mismo tiempo los dioses ilusorios inventados por la vieja cultura cedían el paso a un dios real, tangible y terrible: el Dios Dinero… El arcaico juego del poder y la codicia avasallando a los más débiles.
Habló. La dictadura de turno (espadas, cruces, dinero, todas actuaban igual) no soportó su voz y lo hizo callar. Entonces sus amigos guardaron sus tesis en enigmáticos envases ocultos en textos inocuos y, a veces, con alguna belleza literaria. Para descifrarlos en plenitud era menester conocer algunos códigos y en el futuro se comprenderían mejor sus investigaciones. Sin embargo, algunas personas comenzaron a debatir secretamente sus tesis y añadían retazos que completaban un valioso mosaico. Desde la cárcel estaba al tanto del revuelo armado entre colegas y otros individuos inquietos por el futuro inmediato. Había dejado una huella que otros seguirían…
La vida en la cárcel era dura. Muchas veces escuchaba gemidos y otras alaridos de compañeros de infortunio; en su imaginación surgían bestiales rostros de sádicos inquisidores y hogueras orladas con beatíficos portadores de cruces que oraban cínicamente. ¡Ah la hipocresía de las creencias! ¡Ah la angustia del crédulo y el dolor del manso!
Las confidencias de los presos que habían cometido delitos reales lo puso en conocimiento de que una enorme telaraña tejida por los «cerebro-arañas» de organizaciones mafiosas que estaban detrás y sobre el poder, controlaba los gobiernos; éstos cambiaban de rostro pero aquéllas subsistían voraces.
El recuerdo de su amada retornó como en el girar de un calidoscopio. ¡Cómo amaba su porte!; parecía un pingüino: sus brazos pendiendo a los costados y un suave balanceo al apoyar cada pie. ¡Cómo amaba sus ojos de un verde claro indefinido!: como el fondo de un mar; centelleaban a veces con ira, otras con ternura. ¡Cómo amaba sus dedos de alejada pianista!, en especial sus pulgares que se arqueaban barrocos como su Domenico Scarlatti. ¡Y aquélla vez al correr su querida pingüinita hacia el mar!, retozando entre las olas y riendo como nunca antes lo había hecho; entraba y salía del agua demasiado fría para su cálido cuerpo; riendo y buscándolo con picardía. Esa risa inolvidable se repitió cuando en otro verano ella, sin saber manejar, quiso tomar el volante de un extraño coche: pequeño motor en un chasis y casi sin carrocería; por los senderos arenosos de un bosque zizagueó sin control, riendo como aquella vez en el mar y él a su lado compartiendo el fugaz instante que quedó en su memoria para siempre. Su descanso era el pensar y su placer, el recordar. Su amada estaba siempre allí, con él.
Giró su cuerpo sobre la peña y al hacerlo, de sus ojos resbalaron lágrimas de amor y de ternura que cayeron como lluvia dispersándose, atomizadas, llevadas por la brisa. Así sus recuerdos, pequeños, intrascendentes, emergiendo del olvido cubrían su pena inexplicable. No entendía porqué surgía todo de manera abarrotada y sin quererlo. Su voluntad paralizada. Sólo imágenes simultáneas de un pasado vivido en un raro país; un lugar donde la fantasía es realidad; donde el cinismo, la mentira y la hipocresía son las virtudes innatas de los dirigentes; la inocencia, la mansedumbre, la evasión, son las virtudes de los dirigidos; el delito y la impunidad son las constantes de un poder consentido pero sin sentido. Un raro y extraño país donde todo es posible, es decir, sin justicia (ni imaginar la Justicia). La cárcel, rápidamente, para los rateros pobres; el sobreseimiento definitivo sin que afecte su buen nombre y honor para los ricos jefes de mafias; «no hay pruebas o las pruebas se fabrican» ¡Ah, el Dios Dinero y sus devotos creyentes hincados en su altar! Los nuevos sacrificios de víctimas curiosas; ¡pobres de aquéllos que hurguetean la intimidad de los negocios!; la nueva Inquisición quema como la vieja. Nada cambia si no cambia el hombre. Nada cambia si no cambia el Hombre. Su mente rápida tomó la agudeza y allí sobre la roca quiso encontrar ése Hombre dentro de sí mismo. No lo encontró. No existe todavía.
Se refugió en un nuevo recuerdo evadiendo su responsabilidad. Era débil. Quizás un cobarde. Pensó en Galileo Galilei: él pudo vivir y sacar, por medio de sus amigos, sus descubrimientos hacia un país más libre. La cruel Inquisición lo doblegó. No luchó como Giordano Bruno; no se defendió, acató las órdenes del mandamás pero vivió; pudo seguir trabajando. Admiraba a Giordano Bruno. El astrónomo Bruno, a través de sus observaciones, había llegado a una serie de conclusiones como la existencia de infinitos mundos muchos de ellos habitados: ya no era solamente el hombre criatura de Dios; él sostuvo que había otras criaturas y lo planteó como hipótesis. Infinitos mundos en órbita alrededor de otros soles; ése fue su «crimen» y por eso la «santa» Inquisición ordenó quemarlo en la hoguera. No se «rectificó» como Galileo; lo torturaron alevosa y salvajemente en la boca, arrancando dientes, muelas y lengua; finalmente, en enero del año 1600, lo quemaron vivo… Su endeblez o su flaqueza lo hacía preferir ser como Galileo para sobrevivir. Por eso no lo habían torturado en la cárcel y por eso estaba ahora en esa roca; vivo, huyendo, escapando de los modernos inquisidores. ¡Ah, pero detrás de sí cuántos Giordanos Brunos habían caído! Se hablaba de miles.
De pronto oyó un lejano aullido de perros; los infames gendarmes, acosándolo, llegaban con sus mastines. Se irguió en la roca y oteando descubrió a los perseguidores. Comenzó a correr hacia la montaña salvadora; más allá estaba la frontera y con ella el asilo liberador. Al principio la carrera fue rápida: el miedo lo impulsaba. Encontró un sendero pero se bifurcaba en distintas direcciones; temió girar en redondo. La marcha se hizo dificultosa por lo abrupto del terreno y la abundancia de piedras. Cayendo y levantándose corría, en su desesperación, sin pensar. Actuaba sólo por reflejos. Por primera vez sintió pavor. Los ladridos se oían cada vez más cercanos. Cayó de bruces y su rostro se lastimó al rozar el filo de una roca; restañó la sangre, que manó en rojo borbollón, con el dorso de una mano y entre sus dedos quedaron varios trozos de dientes. Prosiguió la carrera; jadeante subió la cuesta que lo acercaba a la frontera. Pocos metros lo separaban de la libertad. Aplicando su factor constante había estudiado todas las probabilidades para huir y allí estaba, en la pendiente y a sus pies la salvación. Sería como Galileo, pero…sus neuronas entraron en cortocircuito y la figura de Bruno, señera en su hoguera, cubrió como única representación su mente febril. Pisó una piedra, resbaló y cayó rodando por la cuesta. Abajo, su cráneo golpeó con estrépito un verdinegro basalto. Trozos de su cerebro cayeron dispersos a ambos lados de la frontera.
Epitafio
Al día siguiente sus amigos pudieron rescatar los restos. Hallaron entre sus ropas un trozo, ajado, de un manuscrito más extenso escrito con letra despareja. Sólo podía leerse: «….. Motivan mi vida y por eso escribo: un ansia de buen amor, la búsqueda de conocimiento y una insoportable angustia por el sufrimiento humano…..»